Cuando tengo un mililitro de alcohol en mis venas digo algunas verdades. Me pinto de rojo los labios y las uñas para dejar huella y te busco en toda España con la mirada.
Por momentos esta noche el sabor de mi lengua se ha puesto ácido y juro que ácida no soy cuando me enamoro. Soy más que dulce, como una bolita de algodón de azúcar revolcada sobre trocitos de chocolate con leche y puntitos de colores verde aguamarina.
Me tiemblan los labios.
El tiempo se congela y vuelve eterno este momento donde sola inmortalizo mis pasos en las calles de Barcelona. Pisada a pisada voy dibujando sobre un lienzo mis respiraciones que se quieren volver a conectar a las tuyas una y otra vez.
Soy consciente del placer enorme que me atraviesa al idealizarnos. Imaginarte corriendo entre árboles, con tus cabellos dorados bailando con el viento, dejándose llevar, mientras te carcajeas impulsivamente desde lo más hondo de tu vientre. Yo te miro de reojo, como quien no quiere, y escribo en este cuaderno de cuero marrón que traigo de viaje siempre. Te cae el sol por detrás y es difícil ver tu rostro, el calor quema la piel, te siento inhalar y exhalar lentamente como tomando impulso para la siguiente risa o el siguiente llanto. Una lágrima que cae por el costado y sonríes un poco como satisfecho. Me miras y vienes hacia mí para contarme, te acaricio con par de dedos otros pares de dedos, y me voy mezclando poco a poco entre la maleza de tus palabras y la fertilidad de tus silencios.
Extendería mi lanza en llamas y rompería este cielo de espejos hasta atrapar tu mano y dar vuelta atrás unos 1000 kilómetros de distancia sobre el nivel del mar, hasta ese cielo gris que adornaban aquellos días.
Viajar a otro mundo para solo sentir un poco de ti.
Vuelve el camarero a ofrecerme más vino. Y me vuelvo a conectar con la realidad.
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